jueves, 29 de diciembre de 2011

El hipocondrìaco

Post mortem nihil, ipsaque mors nihil
("Después de la muerte, nada; y la misma muerte no es nada").

(Séneca)



Ese Jueves José se levantó de buenas, algo inusitado en él, que acostumbraba odiar a todos lo que le dirigían la palabra antes de las 9 de la mañana.

Salió de la cama con su dolor de cabeza permanente, el cual solo el ketorolaco sublingual lograba aminorar, y dispuesto a no aumentar su colección de diagnósticos de enfermedades crónicas

-¿Esta semana con que especialista vas a ir? Le preguntó su esposa con una dosis importante de sarcasmo y con ganas de molestarlo para ver si se producía alguna fricción domestica que le añadiera algo de pimienta al inicio de la mañana.
-Ah y te aviso que no tenemos ni un peso ya, hasta que nos paguen.

José sintió como le ardía el estómago y la clara sensación del reflujo subiendo por su garganta hasta que tuvo que regurgitar pedazos de cebolla sin digerir en el lavabo.

Tomó nota mental, por enésima vez, de la urgencia de consultar a un gastroenterólogo para tratar sus problemas de gastritis y colitis.

-Iré a que me revisen el chile, le dijo a su esposa con rudeza.

-Últimamente me arde y me parece que pudiera tener una infección en las vías urinarias. Es una pinche molestia y he decidió cuidar mi cuerpo antes que termine por caerse a pedazos, dijo en el tono dramático que acostumbraba usar para hablar de sus enfermedades reales e imaginarias.

José era consciente de su condición de hipocondriaco y llevaba un par de meses haciendo listas de doctores a los cuales consultaría para hacerse chequeos de salud completos, con la certeza de que cada día vivido lo acercaba a un futuro lleno de padecimientos de viejito y por supuesto lo llevaba un paso más cerca de la tumba.

Había pasado de solo atormentarse con las posibles enfermedades que podría tener, a tomar acciones concretas que le permitieran estar un poco menos preocupado.

Un alma atormentada es capaz de cualquier cosa para alcanzar algo de paz.

-Qué asco me dan los viejitos, pensaba para sí José, mientras se miraba en el espejo, palpando las enormes bolsas negras debajo de sus ojos, enmarcadas por unas patas de gallo soberbias alrededor de sus ojos pequeños.

Son unos seres apestosos y decadentes. Ojalá no tuviera que convertirme en uno jamás, rumiaba en el baño mientras ordeñaba excrecencias de su cuerpo maltratado. Dientes chuecos, jorobado, huesos pequeños, carnes fofas, músculos agarrotados y adoloridos.

-Que chingón sería si pudiéramos vivir como un cerebro en un frasco ¿no? , como una especie de torre de control y desde ahí relacionarnos con el mundo, sin necesidad de un estúpido vehículo terrestre. Una más de sus ideas recurrentes producidas por sus constantes malestares y fatigas.

Su esposa desde hacía años estaba acostumbrada a ignorar algunas de sus obsesiones más recurrentes como la vivir sin un cuerpo, parte reencarnable, como sustento.
Aunque dejó de practicar el pesimismo como deporte, por cuestiones de salud mental, no pudo evitar imaginar el tener cáncer de próstata, alguna enfermedad venérea o algo lo suficientemente grave para justificar su malestar continuo.

Finalmente llegó el jueves, y con él la cita tan esperada. Había conseguido el contacto de ese doctor por recomendación de un antiguo amigo que ahora por suerte ya no le hablaba, el cual daba fe de que el médico era confiable y como dato al margen era el papá de un antiguo compañero de la preparatoria.

La cita era a las 11:20 de la mañana y José llegó con su acostumbrada puntualidad inglesa, otra de sus obsesiones, ni un minuto más tarde y ni un minuto más temprano, es decir a tiempo, para encontrarse con una sala atestada de pacientes en espera de ser recibidos. Le pareció sórdido el lugar, lleno de enfermos con padecimientos desconocidos y sobres con radiografías, Aunque estaba amueblado y decorado con ese estilo frío, moderno e impersonal de los médicos exitosos.

Puta llegar a tiempo para que me pasen a ver a qué horas, Pinches matasanos mascullaba José mientras agotaba los recursos sin fin de su teléfono móvil para no aburrirse, y multiplicaba el número de personas en la concurrida sala por los 800 pesos que pensaba costaría cada consulta para determinar cuánto dinero se embolsaría probablemente el médico en un día como este.

De manera sorpresiva y ante miradas de reproche de los otros enfermos, una enfermera bonachona nombró a José por su nombre completo y lo hizo pasar por un largo pasillo en el que al final se encontraba el consultorio del urólogo especialista.
Se abre la puerta y aparece una persona joven en lugar del viejo carcamal que José esperaba encontrar. Rigoberto Nieblas, pensó José. Este guey se llama igual que su papá y consulta en el mismo lugar, que pinche conveniente y ¿ahora? ni para donde correr.

-¡José que gusto me da verte cabrón! Cuando vi los datos de la forma pensé que serías tú pero no estaba seguro

- ¿qué te has hecho?

Dijo el especialista mientras palmeaba la espalda jorobada de José en un abrazo de hombres bastante sincero.

-¿a quienes sigues viendo de la prepa?

Preguntas ambas de rigor que siempre dejaban a José mudo o tartamudeando respuestas entrecortadas.

Rigoberto, el antiguo compañero de José se llamaba igual que su padre y tenía su consulta en el mismo lugar. Vaya giro del destino, pinche vida de mierda pensó José mientras se sentaba listo para enfrentarse a una experiencia de por sí incómoda pero ahora mucho más complicada.

Por momentos Palideció ante la idea de ser atendido por su contemporáneo debido a la naturaleza de la consulta la cual involucraba seguramente la exposición y manipulación de sus partes nobles y la posible revisión old school de la próstata.

Rigoberto solía ser rockero y rebelde y ahora estaba enfundado en un traje bien cortado, con una corbata rosa y tenía un mini Split en su oficina así como un quirófano propio y un BMW estacionado en la banqueta.

Después de un diálogo apresurado y lleno de lugares comunes para romper la tensión de la situación, la consulta tomó su curso y se hicieron las preguntas de rigor en esos casos.

José se sintió extrañamente en confianza.

-¿Andas de cabrón?

No

-¿Te arde al orinar? José siempre odió la palabra orinar.

No, me arde todo el tiempo la corneta, pero cuando orino no.

Y así una lista de cuestionamientos vergonzosos y privados que podrían ayudar al elaborar un diagnóstico certero.

-Dame un segundo déjame preparar unas cosas y vengo por ti dijo Rigoberto en tono muy profesional y se fue dejando un rastro de perfume caro tras de sí.

José se quedó en el consultorio, consternado y mirando el mini split, preparándose ante la posibilidad de que su antiguo compañero de banca le hurgara el ano ( sin intenciones eróticas manifiestas) en busca de posibles complicaciones en la próstata. Incluso se mensajeó con su esposa riendo ante su propia homofobia y sintiéndose de lo más ridículo ante el rubor que coloreaba sus mejillas.

Ya estamos listos, dijo Rigoberto regresando al consultorio, acompáñame por este lado.

Entraron juntos en una pequeña salita con aparatos electrónicos sofisticados que hacían juego con el discurso apropiadamente científico con que Rigoberto nombraba no sin soltura, síntomas y posibles diagnósticos.

-Usaremos este aparato de ultrasonido para ver el estado de tu próstata, si quieres te meto el dedo pero ya no resulta necesario, explicó sarcástico y entre carcajadas de ambos. El tacto rectal es un exámen muy antiguo que se practicaba desde los egipcios y no resulta de mucha utilidad. Como tú quieras entonces dijo bromista Rigoberto.

José se sintió aliviado y se recostó de manera relajada para ver en la pantalla algunas de sus vísceras y comprobar con sorpresa que no había daños evidentes en riñones, próstata ni hígado.

Cómprate estas pastillas y ve al laboratorio a que te hagan un cultivo de orina, y después me llamas para que no tengas que perder toda la mañana en venir.

Al final Rigoberto le dio a José una especie de sermón en un tono neutral acerca de cómo cada quien decidía cómo comportarse en cuanto a la salud se refiere, pero que todo tenía consecuencias, lo cual lo dejó un tanto confundido, pero aliviado de no tener cáncer de próstata y pensando en que podría seguir con algunos excesos unos años más.

Caminó de vuelta por el pasillo largo hasta la sala que seguía lleno de las mismas personas esperando que lo miraron nuevamente con resentimiento. José pensó en pintarles un dedo pero lo pensó mejor y decidió sonreírle a la enfermera que tenía parches de caricatura en el uniforme.

José se alegró de no haber aumentado su colección de enfermedades crónicas.

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